A los niños de corta edad, como seres indefensos que eran y que son, se les consideraba más vulnerables ante el temido “mal de ojo”. A lo largo y ancho de nuestro territorio se extendía la creencia de que éste era un mal que “hacían las brujas con sus ojos”. Mayores y pequeños podían ser maldecidos, aunque estos últimos tenían más riesgo ya que no sabían o no podían defenderse, sobretodo cuando aún no habían sido bautizados.
La envidia, era la razón por la que las brujas daban ese mal y la mirada, el vehículo para hacerlo. Por ello las madres protegían a sus hijos con una serie de objetos, a caballo entre la religión y la magia: los amuletos.
Entre los más frecuentes estaban los escapularios, piezas de tela que en un principio formaron parte de los hábitos de las órdenes religiosas, pero que a finales del siglo XIX perdieron su significado espiritual y de devoción Mariana, adquiriendo connotaciones mágicas que los convirtieron en protectores ante lo desconocido. Los más populares eran los de la Virgen del Carmen, aunque los que pueden asociarse específicamente con la protección infantil son los de San Antonio y los de San Rafael. Los “detentes” consistían en un corazón pintado en tela, rodeado de una corona de espinas y una llama entre tres letras -JHS-, alrededor se podía leer: “Detente, el corazón de Jesús está conmigo”. Los Evangelios estaban confeccionados en forma de bolsita pequeña y cosida alrededor, dentro de la cual se podía adivinar un papelito que correspondía a un pedazo de los Sagrados Evangelios. De tela eran también unos amuletos o «pastas» que representaban algún órgano vital del niño (corazón, riñón) al que libraban de enfermar.
Pequeñas figuras metálicas o elaboradas con otros materiales que representaban: higas, campanillas, granadas, cascabeles, patas de tejón, relicarios, cruces, Vírgenes del Pilar o medallas se prendían del vestido del pequeño, unas veces por separado y otras veces, en su variante más elaborada y espectacular, unidos a un cintillo de tela formando las rastras o cinturones de infante, a imitación de los que vestían los infantes de la Casa Real durante los siglos XVII y XVIII.
Aparte del espíritu había que proteger el cuerpo con el vestido. Piezas de tela que protegían el ombligo y el estómago, «ombrigero» y «estomaguera» en el Moncayo, grandes pañales de tela, todo ello sujeto mediante una faja, pequeños cuerpos, jubones, faldones y gorros que se colocaban bien apretados para que los movimientos no desvistiesen al recién nacido.
CHUSA RUIZ. Componente de Somerondón